La inolvidable historia de Santiago, el pescador que luchó contra el mar y el destino
En un pequeño pueblo de pescadores en la costa de Cuba vive Santiago, un anciano delgado y curtido por el sol que lleva ochenta y cuatro días sin atrapar un solo pez. Los demás pescadores lo miran con lástima, y los más jóvenes lo consideran un hombre acabado. Solo Manolín, un muchacho que lo admira y lo acompaña desde niño, cree en él. Aunque sus padres le han ordenado pescar con otros hombres más afortunados, cada tarde el joven lo visita, le lleva comida, conversa sobre béisbol y sobre Joe DiMaggio, el héroe que ambos veneran. Entre los dos hay un lazo de afecto silencioso, tejido por la paciencia, el respeto y el mar.
Una mañana antes del amanecer, Santiago decide romper la mala racha. Carga su pequeño bote con el remo, el anzuelo y las líneas, y se adentra en el golfo más allá de donde llegan los otros pescadores. El aire es fresco, el agua quieta y el horizonte parece prometer algo distinto. A lo lejos, observa bandadas de aves sobrevolando el agua, y el corazón del viejo se llena de esperanza. Cuando el sol comienza a subir, siente un tirón profundo en una de sus líneas. Es un pez enorme, mucho más grande de lo que jamás ha visto. El anciano lo sabe de inmediato: ha encontrado al pez de su vida.
El pez —un gigantesco marlín azul— tira con una fuerza descomunal. Santiago, solo en su bote, comprende que la batalla no será corta. El animal arrastra la embarcación mar adentro, alejándola de la costa durante horas que se vuelven días. El viejo ata la línea a su cuerpo y se aferra a ella con las manos ensangrentadas, soportando el dolor, el hambre y el cansancio. Habla con el pez como si fuera un hermano, con respeto y admiración. Lo llama “noble adversario” y reconoce en él la misma dignidad y resistencia que ha sostenido su propia vida. A solas en la inmensidad del océano, el viejo siente que esa lucha no es solo contra el marlín, sino contra el tiempo, la derrota y el olvido.
Durante la primera noche, las estrellas iluminan su vigilia. Santiago recuerda a Manolín, piensa en los tiempos de juventud, en los días en que era fuerte y vencía a todos los pescadores. A veces sueña despierto con leones que corren libres en las playas de África, símbolo de la fuerza perdida pero nunca extinguida. En la segunda jornada, el pez sigue tirando sin rendirse, y el anciano, débil y febril, siente que su cuerpo es una prolongación del mar. “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, se repite mientras soporta el dolor que le sube por los brazos. El duelo se convierte en un rito de resistencia.
Al tercer día, el marlín emerge finalmente. Es un ser magnífico, plateado y azul, más largo que el bote mismo. Con el último esfuerzo de sus fuerzas, Santiago logra acercarlo y atravesarlo con el arpón. El pez muere en un estallido de espuma y sangre, y el viejo, exhausto pero feliz, ata el cuerpo al costado del bote y emprende el regreso. Sabe que ha vencido, pero también que su lucha aún no ha terminado. Aún le queda la travesía de regreso al puerto, y el mar no concede victorias sin precio.
Las corrientes arrastran olor a sangre, y pronto aparecen los tiburones. Al principio uno solo, luego varios, atraídos por el enorme marlín muerto. Santiago lucha con el arpón, los golpea con el remo, los maldice y los hiere, pero los tiburones son demasiados. Uno tras otro, desgarran al pez, arrancando pedazos de carne hasta dejar solo el esqueleto. El viejo pelea con rabia y dignidad, pero la naturaleza le impone su ley. Cuando el sol se pone, solo queda el cuerpo blanqueado del marlín, una sombra majestuosa que flota junto al bote como testimonio de lo que fue.
Al llegar a la costa, de noche, Santiago apenas puede caminar. Arrastra el mástil al hombro como una cruz y sube hasta su choza. Se deja caer en la cama y duerme profundamente, como un hombre que ha cumplido con su destino. A la mañana siguiente, los pescadores del pueblo descubren el esqueleto del marlín atado al bote y se quedan asombrados por su tamaño. Nadie dice nada; todos comprenden el valor de lo que el viejo ha hecho. Manolín corre a su choza, lo encuentra dormido y llora en silencio. Le promete que volverá a pescar con él. Mientras el muchacho vela su sueño, el anciano sonríe entre sueños y sueña, una vez más, con los leones que corren libres en las playas africanas.
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